Anselmo
Aieta
AIfredo
Aieta nació en el barrio de San Telmo el
5 de noviembre de 1896 y murió en la misma ciudad el 25 de setiembre de 1964.
Fue el penúltimo de los once hijos de los inmigrantes calabreses Francisco
Aieta y Rosa Cascardo. La joven académica Irene Amuchástegui lo ha recordado
como un intuitivo que lo ignoraba todo acerca de la notación musical. No fue el
primer orejero del tango. Tal vez, hasta que apareció Delfino casi todos lo
eran, quien más, quien menos.
Chico
pobre, obligado a trabajar desde la infancia porque en su casa había trece
estómagos que reclamaban combustible, aprendió el complicado manejo del
bandoneón gracias a la generosidad del Taño Genaro (Genaro Sposito), un
fueyero, autor de La cubanita, que en 1920 se fue a Francia con Pizarro y allí
hizo su carrera. El chico tenía un oído musical prodigioso. Pronto le crecieron
las ambiciones y se puso a tocar en los cafés e, inclusive, a dirigir una
orquesta. En 1912 (a los 16 años) desgranó su primer tango, La primera sin tocar
(expresión ésta del juego del rango y mida). Contemporáneo fue El Huérfano, que
trascendió más tarde, hacia los años veinte, cuando Francisco García Jiménez
(por mediación del violinista Rafael Tuegols, que lo había tenido por
colaborador en Zorro gris) le adosó los versos que dicen: "Un día te
cruzaste mujer, mi camino, yo andaba por ía sombrío y al azar". Gardel
grabó estos alejandrinos en 1923; poco antes, omitiéndolos, habían grabado El
Huérfano las orquestas de Canaro, Firpo y Maglio.
Con
aquel tango que aún se recuerda comenzó una tesonera y curiosa colaboración
entre un músico intuitivo y un poeta que procuraba perfeccionar constantemente
sus recursos literarios, picaba alto y se sintió muy feliz cuando por los años
sesenta comenzó a publicar en el suplemento rotrograbado de La Prensa. Una
nómina de las composiciones debidas a estos dos fecundos creadores exigiría
demasiado espacio. Digamos que Gardel llevó diecisiete de ellas al fonógrafo,
incluida Viva la Patria, compuesta para celebrar el derrocamiento del gobierno
constitucional de Hipólito Yrigoyen. Festivas algunas, otras dramáticas,
irónicas éstas, descriptivas aquellas, todas muestran en Aieta una creatividad
inusual. Aieta, como Arólas, no llevaba la música desde la cabeza, donde bullía
como un crisol incandescente, a las líneas del pentagrama; ella pasaba del
corazón a la cabeza y de la cabeza al bandoneón, convocada muchas veces por los
versos previos de García Jiménez, en cuya retórica no exenta de complicaciones
("en el naipe del vivir suelo acertar carta de la boca", "bajo
los chuscos carteles pasan los fíeles del dios jocundo) se introducía con gran
soltura el músico.
Tras
su experiencia con Canaro -quien no lo recuerda en sus memorias-, Aieta se
cortó solo y llegó a comandar tres orquestas a la vez, señoreando en los palcos
más asediados por el público -incluido el de "El Nacional"-. Las
dirigía desde su fueye, que pulsaba a la antigua y sonaba personalisimo. Sus
composiciones fueron centenares y le rentaron para vivir a lo grande y cultivar
el deporte de los príncipes, que eso dicen que es el turf. Aún se oyen sus
clásicos, aún dan su cuota parte a sus herederos Siga el corso. Alma en pena,
Palomita blanca. Suerte loca. En plena efervescencia de los músicos de
conservatorio, este orejero impar estaba en los atriles de las grandes
orquestas; Troilo le grabó diez piezas; Pugliese, cuatro; Fresedo, doce;
Piazzolla, La chiflada, el 30 de junio de 1945, y Héctor Mauré se empinó, con
su versión de Príncipe (tango estrenado, dicho sea de paso, por Marambio Catán
casi a la altura de Gardel. Irene Amuchástegui ha dicho que Aieta escribió más
de 300 obras destinadas a los más ilustres intérpretes y al silbido de los
porteños más rasos. ¡Caray! ¿No habrá sido el silbido el primer sonido del
tango?