Distinción del Centro de Cultura Tanguera Alfredo Belussi

Distinción del Centro de Cultura Tanguera Alfredo Belussi
Tango, Radio y más Historias, blog distinguido por su aporte a la difusión del Tango, sus autores e intérpretes.

sábado, 24 de marzo de 2012

Antonio Agri Biografia 24 de marzo de 2012



Antonio Agri
Nació en Rosario (Santa Fe) el 5 de mayo de 1932 y murió en la ciudad  bonaerense   de  Lomas   de Zamora el 17 de octubre de 1998. Fue uno   de   los   mayores  violinistas   del tango.
La frase de Piazzolla se ha repetido muchas veces: Tengo un violinista que es Vardarito, Francini y Bajour al mismo tiempo, pero se llama Antonio Agri. El fenómeno había sido elegido para formar en el quinteto Nuevo Tango, en abril de 1962. Elvino Vardaro, Enrique Mario Francini, y Szymsia Bajour habían tocado ya con Piazzolla, cada uno con lo suyo, con su propio virtuosismo y su intransferible sonido. También había militado a sus órdenes otro violinista preclaro, Hugo Baralis; todos ellos, ramas de un mismo árbol a cuyo tronco, quizás indefinido aún, gustamos nombrar Negro Casimiro. David Tito Rocatagliata, Alcides Palavecino, Ernesto Ponzio, Agesilao Ferrazzano, Manlio Francia, Julio De Caro, Cayetano Puglisi, Remo Bolognini, Pepino Bonano con su violín cometa, Raúl Kaplún, Antonio Rodio, Reynaldo Nichele son otras ramas de una densa progenie que multiplica de manera desmedida el tejido de referencias y comparaciones.
Y propone, además, un calificativo inquietante: fanguero. Porque el tango requiere (o, al menos admite) virtuosismo y musicalidad, pero sobre todo exige tanguedad. ¿Era el de Antonio Agri un violín tanguero? Esto de ser tanguero es cosa del fraseo. Y el fraseo es cosa de la entonación, cosa del dejo arrabalero, canyengue, esquinero cuando menos, con que se expresan los instrumentos músicos, comenzando por la voz humana. Y como cada tanguero tiene su propia tanguedad, que habita en su corazón pero condiciona sus oídos, toda inquisición y toda revaloración al respecto sólo pueden plantearse en jurisdicción de la más estricta subjetividad. Por eso, para unos el paradigma o poco menos de la tanguedad es Baralis. ¿Por qué razón no lo mencionó Astor como ingrediente de ese coctel fabuloso que fue Agri?
De todas maneras, pese a su familiaridad con la música grande y a la admiración que le profesaban excelsos violinistas de aquende y allende el océano,  Agri tenía él mismo un look  tanguero, cierto cancherismo, cierto decir sin decirlo guarda, ahí va la posta, que trascendía suburbio. Además era modesto, afectivo, de rara calidez, de llaneza admirable, que invitaban a decir   de él lo que la liturgia dice de Santa Cecilia, la patraña de la música que ella misma era una melodía.   En el caso de Agri, una melodía de arrabal.
En sus meses postreros, acosado por el cáncer, Agri había conquistado la admiración de músicos y trabajaba en una obra propia, él, que negaba ser compositor. Por entonces anotaba que los europeos entusiasman cuando escuchan los silencios bien colocados y que grandes músicos europeos se quedan maravillados por los yeites tangueros de mi violín. «Yeite» es palabra de ardua definición. Un sinónimo lunfardo es «rebusque», una suerte de apartamiento ingenioso de lo convencional o regulado. Con el mismo sentido, Piazzolla empleaba la palabra «roña». Hay tangos exquisitos, refinados, como Flores negras, como Los pájaros perdidos, pero para que suenen a tango es necesario ponerles un poquito de roña, un poquito de fango arrabalero. Sebastián Piana hablaba de cadencia, y venía a ser lo mismo. Y uno se pregunta si la tanguedad reside, al fin, en esos «yeites», en esa «roña», en esa cadencia que tal vez no puedan ser captadas por el oído más agudo si su dueño carece de un prolongado ejercicio de la porteñidad.
Agri nos dejó en plena madurez, es decir, cuando era el Agri total; cuando nadie lo habría confundido con un coctel de Bajour, de Francini y de Vardaro. Con él se fueron sus «yeites» tangueros, totalmente personales e intransferibles, como la roña de Piazzolla y la cadencia de Piana. Nos queda, en los compactos, el sonido hermosamente canchereado de su violín y, a algunos, también, la huella de su ternura y la lección de saber ser, al mismo tiempo, en cada acorde, en cada nota, un artista exquisito, un profesional responsable y un hombre cabal, cada uno todo entero en el otro.

Fuente: Mujeres y Hombres que Hicieron al Tango. Por José Gobello