Distinción del Centro de Cultura Tanguera Alfredo Belussi

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Tango, Radio y más Historias, blog distinguido por su aporte a la difusión del Tango, sus autores e intérpretes.

martes, 20 de marzo de 2012

Alberto Castillo - Biografia -20 de marzo de 2012.


                                                   

Alberto Castillo
El doctor Alberto Salvador de Lucca abrió los ojos en Buenos Aires (entre Flores y Mataderos) el 7 de diciembre de 1914. A la fama nació veintiocho años más tarde, el día que entonó su primer tango por la radio El Mundo, como cantor -nadie decía entonces estribillista ( de la orquesta Los Indios, dirigida por Ricardo Tanturi). Llevaba a ese conjunto cierto módico fogueo logrado en la orquesta de Armando Neira, en la del ilustre Augusto P. Berto (uno de los padres fundadores del tango) y en la de Mario Rodas. Aquellos ejercicios frente a los micrófonos pertenecen a su prehistoria. La historia comienza en 1941, quizá el 14 de agosto, cuando deja un registro antológico de Noches de Colón, o a lo mejor un año más tarde, cuando graba Muñeca brava (22 de setiembre de 1942), y expone abiertamente una nueva manera de cantar y de actuar el tango; un aire canchero, o canchereado; un estilo como el camp en el que se mezclan la burla y la emoción.
El arte de Castillo se fundaba en una exageración del fraseo hasta lograr cierta entonación esquinera. Cuando dejó de cantar correctamente y comenzó a hacerlo a su manera, su canto recordaba el de los muchachos con berretín de cantor, que exageran el énfasis por pudor, es decir, para que nadie suponga que se la están piyando en serio. Por el énfasis me recordaba Castillo a Azucena Maizani y por el aire travieso, a Sofía Bozán. No sé de qué cantor podría detectarse algún rasgo en la fisonomía de su canto: no de Corsini ni de Magaldi, no de Hugo ni de Vargas; tal vez algún sesgo burlón al mejor modo gardeliano. Lo demás era todo Castillo, prístinamente Castillo. Todo llevaba su propia marca. Y el pueblo lo escuchó primeramente con sorpresa; con gusto, después; con fanatismo, enseguida.
Muchos cantores de orquesta congregaban feligresías multitudinarias: Fiorentino, Moran, Rivero. Ninguno, sin embargo, tuvo en grado superlativo como Castillo eso que ahora se llama poder de convocatoria. En cuanto a bailes, sólo la orquesta de D' Arienzo podía competir con él. Sus multitudes no perseguían la perfección del canto; no eran movidas por la admiración estética, sino por la simpatía que suscitaba el intérprete. Ahora, a la vuelta de las décadas, cuando su figura casi esférica aparece en el escenario, el cariño que despierta se confunde con la ternura. Es posible que ningún cantor de tangos haya sido y sea tan querido como Alberto Castillo.
De pronto podía parecer un cantor casi de broma; por ejemplo cuando chuceaba a los lamidos y shushetas o cuando proclamaba ese cinismo de pega pergeñado por Sciammarella, «por cuatro días locos que vamos a vivir». Pero haberlo escuchado cantar Fea o volver una y otra vez a su personalísima versión de Tu pálido final, significan encontrar, entre burlas y veras, la dimensión precisa de un artista mayor.
Independizado de Tanturi -esas emancipaciones eran la moda: el mercado las permitía-, tuvo su propia orquesta, por la que desfilaron diversos directores: Balcarce, Alessio, Condercuri, Dragone. No importaba mucho qué músicos fueran -todos los que eligió, ciertamente muy valiosos-, porque lo que contaba era Castillo. Probablemente, al emanciparse de Tanturi desarrolló más ampliamente su propio estilo, quizá con cierto histrionismo que arriesgaba la caricatura. Ese estilo -tan explícito en el vals de Sciammarella, escrito a medida, Los cien barrios porteños- ha demostrado ser absolutamente intransferible.
Como a Gardel, como a Hugo del Carril, Manuel Romero abrió a Castillo las puertas de los sets cinematográficos. Ahora miramos con nostalgia aquellos filmes deliciosamente ingenuos. Alberto Castillo, que reina hoy entre Los auténticos decadentes, no tiene motivo alguno para sentir nuestra nostalgia, porque preserva el alma tan jovencísima como cuando cantaba «Al compás de un tango la habrás de olvidar con una pebeta que sepa bailar».