Distinción del Centro de Cultura Tanguera Alfredo Belussi

Distinción del Centro de Cultura Tanguera Alfredo Belussi
Tango, Radio y más Historias, blog distinguido por su aporte a la difusión del Tango, sus autores e intérpretes.

lunes, 9 de enero de 2012

Ignacio Corsini Biografía - 9 de enero de 2012





Ignacio Corsini
El 26 de julio de 1967 murió Andrés Ignacio Corsini por culpa de una trombosis cerebral. Para lo que ahora se estila, era todavía joven: había nacido en Catania (Italia) el 13 de febrero de 1891. Tenía, pues, 76 años y hacía 17 que no cantaba.
A los 19 años, es decir, en 1910, se casó con una actriz, que era una niña de 15, Victoria Pacheco. Se dice que cantó El carretero (de Arturo de Nava) delante del presidente Figueroa Alcorta y la infanta Isabel de Barbón, en los festejos del Centenario (1910). Lo cierto es que comenzó emulando a Betinotti, siguió con Nava y llegó finalmente al tango. Su itinerario fue paralelo al de Gardel: pero Gardel le ganó la carrera hacia el tango, sin duda porque Pascual Contursi se le cruzó en su vida mientras Corsini hacía el Julián Andrada de Juan Moreira. Cuando Corsini se graduó -por decirlo así- de cantor de tangos, entonando El patotero sentimental (de Romero y Jovés) en el estreno de El bailarín de cabaret (12 de mayo de 1922), acompañado por la orquesta del músico milanés Félix Scolatti Almeyda, Gardel ya había difundido por la menos unos veinte tangos de éxito.
Corsini fue galán cantor -esto es, un actor joven que sabía cantar y que lo hacía en escena-. Por entonces, los cantores de tango aún no existían y los cantables de los sainetes corrían por cuenta de las actrices y de los actores. De ese modo, Manolita Poli, Evita Franco y María Esther Podestá debieron estrenar gran número de tangos que luego, casi automáticamente, pasaban al repertorio de Gardel. Éste y Corsini -como Azucena Maizani- provenían del canto campesino; pero en tanto Gardel abordó el tango con acompañamiento de guitarras, Corsini y Maizani, lo mismo que habían hecho Poli y Franco, se acompañaron inicialmente con orquesta. Gardel permaneció fiel a sus escoberos y fue él. sin duda, quien impuso las guitarras como acompañantes canónicos del tango canción. Por supuesto, las cancionistas -salvo Rosita Quiroga- recurrieron a otros instrumentos, pero los cantores nacionales -comenzando por el mismo Corsini, y continuando por Magaldi, Gómez y Charlo, que le seguían en el ranking de popularidad- también se valieron durante mucho tiempo de los servicios prestados con admirable ductilidad por guitarristas y hasta por guitarreros.
Los cuatro o cinco ídolos de aquellos años treinta cantaban el tango cada uno con su propio estilo. La de Corsini era una voz diáfana de tenor, que no dejaba perder una sílaba de lo que estaba diciendo. Sabía ser querendona (Caballito criollo) y dramática (Brindis de sangre), pero más bien sonaba coloquial, ajena al énfasis de Gardel o de la Maizani, a las quejumbres de Magaldi, al nonchalance con que parecía cantar Alberto Gómez a la musicalidad de Charlo. Era la voz 'de Corsini y solo de él perpetuada todavía en los venerables discos que atesoramos.
No es cierto que Gardel rehusara cantar lo que Corsini cantara para alejar odiosas e inevitables comparaciones. La prueba está en que grabó Caminito, una de las grandes creaciones de don Ignacio. Negarse a cantar La pulpera de Santa Lucía fue un homenaje que tributó a su amigo, a quien quería con la ternura que Gardel ponía en su cariño; un amigo que era su rival, sobre todo porque mantuvo siempre su personalidad; lo mantuvo en el canto y en el estilo de vida, en eso que Celedonio Flores llamó el modo de ver y de filosofar.  Gardel y Corsini se admiraron recíprocamente, con cariño y admiración que, en ambos casos, tenían sólido fundamento. Si los comentaristas, exégetas, historiadores del tango o lo que fuéramos, tuviéramos el talento de Plutarco podríamos escribir las vidas paralelas de Gardel y Corsini, de Azucena Maizani y Rosita Quiroga, de Canoro y de Firpo, de Mercedes Simone y Ada Falcón, de Troilo y Piazzolla. de Manzi y Discépolo. Pero no somos Plutarco.