Alberto
Castillo
El
doctor Alberto Salvador de Lucca abrió los ojos en Buenos Aires (entre Flores y
Mataderos) el 7 de diciembre de 1914. A la fama nació veintiocho años más
tarde, el día que entonó su primer tango por la radio El Mundo, como cantor
-nadie decía entonces estribillista ( de la orquesta Los Indios, dirigida por
Ricardo Tanturi). Llevaba a ese conjunto cierto módico fogueo logrado en la
orquesta de Armando Neira, en la del ilustre Augusto P. Berto (uno de los
padres fundadores del tango) y en la de Mario Rodas. Aquellos ejercicios frente
a los micrófonos pertenecen a su prehistoria. La historia comienza en 1941,
quizá el 14 de agosto, cuando deja un registro antológico de Noches de Colón, o
a lo mejor un año más tarde, cuando graba Muñeca brava (22 de setiembre de
1942), y expone abiertamente una nueva manera de cantar y de actuar el tango;
un aire canchero, o canchereado; un estilo como el camp en el que se mezclan la
burla y la emoción.
El
arte de Castillo se fundaba en una exageración del fraseo hasta lograr cierta
entonación esquinera. Cuando dejó de cantar correctamente y comenzó a hacerlo a
su manera, su canto recordaba el de los muchachos con berretín de cantor, que
exageran el énfasis por pudor, es decir, para que nadie suponga que se la están
piyando en serio. Por el énfasis me recordaba Castillo a Azucena Maizani y por
el aire travieso, a Sofía Bozán. No sé de qué cantor podría detectarse algún
rasgo en la fisonomía de su canto: no de Corsini ni de Magaldi, no de Hugo ni
de Vargas; tal vez algún sesgo burlón al mejor modo gardeliano. Lo demás era
todo Castillo, prístinamente Castillo. Todo llevaba su propia marca. Y el
pueblo lo escuchó primeramente con sorpresa; con gusto, después; con fanatismo,
enseguida.
Muchos
cantores de orquesta congregaban feligresías multitudinarias: Fiorentino,
Moran, Rivero. Ninguno, sin embargo, tuvo en grado superlativo como Castillo
eso que ahora se llama poder de convocatoria. En cuanto a bailes, sólo la
orquesta de D' Arienzo podía competir con él. Sus multitudes no perseguían la
perfección del canto; no eran movidas por la admiración estética, sino por la
simpatía que suscitaba el intérprete. Ahora, a la vuelta de las décadas, cuando
su figura casi esférica aparece en el escenario, el cariño que despierta se
confunde con la ternura. Es posible que ningún cantor de tangos haya sido y sea
tan querido como Alberto Castillo.
De
pronto podía parecer un cantor casi de broma; por ejemplo cuando chuceaba a los
lamidos y shushetas o cuando proclamaba ese cinismo de pega pergeñado por
Sciammarella, «por cuatro días locos que vamos a vivir». Pero haberlo escuchado
cantar Fea o volver una y otra vez a su personalísima versión de Tu pálido
final, significan encontrar, entre burlas y veras, la dimensión precisa de un
artista mayor.
Independizado
de Tanturi -esas emancipaciones eran la moda: el mercado las permitía-, tuvo su
propia orquesta, por la que desfilaron diversos directores: Balcarce, Alessio,
Condercuri, Dragone. No importaba mucho qué músicos fueran -todos los que
eligió, ciertamente muy valiosos-, porque lo que contaba era Castillo.
Probablemente, al emanciparse de Tanturi desarrolló más ampliamente su propio
estilo, quizá con cierto histrionismo que arriesgaba la caricatura. Ese estilo
-tan explícito en el vals de Sciammarella, escrito a medida, Los cien barrios
porteños- ha demostrado ser absolutamente intransferible.
Como
a Gardel, como a Hugo del Carril, Manuel Romero abrió a Castillo las puertas de
los sets cinematográficos. Ahora miramos con nostalgia aquellos filmes
deliciosamente ingenuos. Alberto Castillo, que reina hoy entre Los auténticos
decadentes, no tiene motivo alguno para sentir nuestra nostalgia, porque
preserva el alma tan jovencísima como cuando cantaba «Al compás de un tango la
habrás de olvidar con una pebeta que sepa bailar».