Enrique
Saborido
El
autor de La Morocha nació en Montevideo hacia 1877 y murió en Buenos
Aires el 19
de setiembre de 1941,
mientras desempeñaba tareas
administrativas en la intendencia de Guerra.
«Algún
piano mandaba tangos de Saborido», escribió Borges en Fundación mítica de
Buenos Aires. Haber sido citado por Borges proporciona cierta sensación de
inmortalidad que el autor de esta nota también puede disfrutar. Decir Saborido
es decir La Morocha; para los más entendidos es también decir Felicia. Sin
embargo, esos tangos que mandaba el piano evocado por Borges podían ser también
El Pochocho, Mosca muerta, Berlina de novios, Caras y Caretas, ¿Qué haces de
noche? o cualquiera de los otros muchos que Saborido compuso en el transcurso
de una vida relativamente breve.
La
historia de La Morocha ha sido muchas veces contada, con detalles diferentes
que no comprometen la veracidad general. La cosa fue en la Navidad de 1905, en
el bar "Ronchetti" (de Reconquista y Lavalle), apeadero de niños bien
donde era familiar la bella figura de la tonadillera uruguaya Lola Cándales.
Habría sido esta dama quien estrenó La Morocha, después de que Ángel Villoldo
pusiera versos cupleteros (aunque inspirados en un poema de Orosmán Moratorio)
a la melodía de Saborido. Luego Flora Rodríguez de Gobbi incluyó la pieza en su
repertorio e igual cosa hizo otra tonadillera de aquellos años, Lola Membrives,
que devendría una de las actrices más importantes de la lengua española. El
hecho es que Saborido hizo una carrera un poco distinta a la de los otros
creadores del tango. Por lo pronto fue bailarín y profesor de baile, con
academia propia, de modo que cuando el tango dominó a París, hacia 1910, el
joven pianista se contó entre los primeros docentes que abrieron academia del
otro lado del Atlántico. Cuando llegó, en 1913, ya estaban allí Villoldo y el
mismo Gobbi, que habían ido a grabar canciones y monólogos y a presentarse en
el varieté. Y estaba también tangueando y ganando concursos, muy de chiripá y
tamañas espuelas nazarenas, Bernabé Simarra, con su perfil de tomahawk (hacha
de los pieles rojas), según lo vio en 1912 el gran caricaturista Sem. Para
entonces, Saborido se había presentado ya en el Paláis de Glace, en una
demostración organizada por Antonio Demarchi con el noble propósito de reiterar
que el tango no era precisamente un baile obsceno, como afirmaban, entre otros,
don Leopoldo Lugones y don Enrique Larreta. Aparentemente le fue bien en París.
Lo acompañó entonces como pianista Carlos V. Geroni Flores (el negro Flores,
dice Bates). Saborido y el autor de La cautiva se jactaban de haber sido los
introductores del tango en Francia. Cuando llegaron, sin embargo, la fiebre del
tango ya se había desatado allá.
La
primera gran guerra, como se sabe, dispersó a los tanguistas que se hallaban en
Europa. Los Gobbi se fueron a España, donde actuaron y grabaron muchísimo y
Simarra también anduvo por allí. Saborido regresó y aquí siguió tocando y
componiendo. En enero de 1932 formó en la orquesta de la guardia vieja,
dirigida por Juan Carlos Bazán y Ernesto Ponzio, que se presentó en el teatro
"Nacional", en una suerte de pendant con el "tango moderno"
representado por ¡Roberto Firpo! Se había quedado adherido al recuerdo de las
carpas de Adela, detrás del Colegio Militar, en el Parque Tres de Febrero,
donde se bailaba sobre el piso de tierra. Como Borges, Saborido había visto
bailar el tango contra un ocaso amarillo. Pero también lo había visto bailar en
París, en los suntuosos th.es tango y champagne tango. Un día se recluyó en su
casa de Villa Devoto, junto a su hija Rosario, se agenció un empleo público
para ayudarse a vivir y compuso todavía alguna cosita. Había escogido la
nostalgia, confundiéndola tal vez con la autenticidad. A lo mejor fue por eso
que Borges lo recordó en su poema.