Antonio
Agri
Nació
en Rosario (Santa Fe) el 5 de mayo de 1932 y murió en la ciudad bonaerense
de Lomas de Zamora el 17 de octubre de 1998. Fue
uno de
los mayores violinistas
del tango.
La
frase de Piazzolla se ha repetido muchas veces: Tengo un violinista que es
Vardarito, Francini y Bajour al mismo tiempo, pero se llama Antonio Agri. El
fenómeno había sido elegido para formar en el quinteto Nuevo Tango, en abril de
1962. Elvino Vardaro, Enrique Mario Francini, y Szymsia Bajour habían tocado ya
con Piazzolla, cada uno con lo suyo, con su propio virtuosismo y su
intransferible sonido. También había militado a sus órdenes otro violinista
preclaro, Hugo Baralis; todos ellos, ramas de un mismo árbol a cuyo tronco,
quizás indefinido aún, gustamos nombrar Negro Casimiro. David Tito
Rocatagliata, Alcides Palavecino, Ernesto Ponzio, Agesilao Ferrazzano, Manlio
Francia, Julio De Caro, Cayetano Puglisi, Remo Bolognini, Pepino Bonano con su
violín cometa, Raúl Kaplún, Antonio Rodio, Reynaldo Nichele son otras ramas de
una densa progenie que multiplica de manera desmedida el tejido de referencias
y comparaciones.
Y
propone, además, un calificativo inquietante: fanguero. Porque el tango
requiere (o, al menos admite) virtuosismo y musicalidad, pero sobre todo exige
tanguedad. ¿Era el de Antonio Agri un violín tanguero? Esto de ser tanguero es
cosa del fraseo. Y el fraseo es cosa de la entonación, cosa del dejo
arrabalero, canyengue, esquinero cuando menos, con que se expresan los instrumentos
músicos, comenzando por la voz humana. Y como cada tanguero tiene su propia
tanguedad, que habita en su corazón pero condiciona sus oídos, toda inquisición
y toda revaloración al respecto sólo pueden plantearse en jurisdicción de la
más estricta subjetividad. Por eso, para unos el paradigma o poco menos de la
tanguedad es Baralis. ¿Por qué razón no lo mencionó Astor como ingrediente de
ese coctel fabuloso que fue Agri?
De
todas maneras, pese a su familiaridad con la música grande y a la admiración
que le profesaban excelsos violinistas de aquende y allende el océano, Agri tenía él mismo un look tanguero, cierto cancherismo, cierto decir
sin decirlo guarda, ahí va la posta, que trascendía suburbio. Además era
modesto, afectivo, de rara calidez, de llaneza admirable, que invitaban a
decir de él lo que la liturgia dice de
Santa Cecilia, la patraña de la música que ella misma era una melodía. En el caso de Agri, una melodía de arrabal.
En
sus meses postreros, acosado por el cáncer, Agri había conquistado la
admiración de músicos y trabajaba en una obra propia, él, que negaba ser
compositor. Por entonces anotaba que los europeos entusiasman cuando escuchan
los silencios bien colocados y que grandes músicos europeos se quedan
maravillados por los yeites tangueros de mi violín. «Yeite» es palabra de ardua
definición. Un sinónimo lunfardo es «rebusque», una suerte de apartamiento
ingenioso de lo convencional o regulado. Con el mismo sentido, Piazzolla
empleaba la palabra «roña». Hay tangos exquisitos, refinados, como Flores
negras, como Los pájaros perdidos, pero para que suenen a tango es necesario
ponerles un poquito de roña, un poquito de fango arrabalero. Sebastián Piana
hablaba de cadencia, y venía a ser lo mismo. Y uno se pregunta si la tanguedad
reside, al fin, en esos «yeites», en esa «roña», en esa cadencia que tal vez no
puedan ser captadas por el oído más agudo si su dueño carece de un prolongado
ejercicio de la porteñidad.
Agri
nos dejó en plena madurez, es decir, cuando era el Agri total; cuando nadie lo
habría confundido con un coctel de Bajour, de Francini y de Vardaro. Con él se
fueron sus «yeites» tangueros, totalmente personales e intransferibles, como la
roña de Piazzolla y la cadencia de Piana. Nos queda, en los compactos, el
sonido hermosamente canchereado de su violín y, a algunos, también, la huella
de su ternura y la lección de saber ser, al mismo tiempo, en cada acorde, en
cada nota, un artista exquisito, un profesional responsable y un hombre cabal,
cada uno todo entero en el otro.
Fuente:
Mujeres y Hombres que Hicieron al Tango. Por José Gobello