ALBERTO MARINO
AIberto
Marino -por verdadero nombre Vicente Marinaro, nació en Palermo, capital de
Sicilia (Italia), el 26 de abril de 1923 y murió en Buenos Aires el 21 de junio
de 1989. Era italiano meridional, como Roberto Maida; en su tierra uno y otro
habrían sido exitosos cantantes.
Marino
tenía seis años cuando su familia desembarcó en Buenos Aires y enseguida subió
al tren, rumbo a Salta. En aquella ciudad pasó su infancia a la sombra de
Güemes y al amparo del Cristo del Milagro. A los once estuvo de vuelta en la
gran capital del Sur y después de completar sus estudios primarios se empleó en
una marmolería. Como otrora a José Muñiz, alguien lo escuchó cantar entre los
mármoles, que a ninguno de los dos contagiaron su frialdad. Se inició como
aficionado mientras estudiaba con Eduardo Bonessi, quien había sido maestro del
dúo Gardel-Razzano. A poco adoptó el seudónimo Alberto Demari en la orquesta de
Emilio Balcarce y en algunas otras, hasta que en 1940, al anclar nuevamente en
la de Balcarce, que dirigía a la sazón Emilio Orlando, cambió su seudónimo por
otro igualmente marítimo: Alberto Marino. Así lo anunciaron en el palco del
"Palermo Palace" la noche en que Troilo lo escuchó cantar y, sin
pensarlo mucho, le mandó un emisario con la comisión de contratarlo: fue en
marzo de 1943, un año antes de que Florentino se despegara de la orquesta de
Pichuco, de modo que los dos tenores convivieron durante doce meses en ese
conjunto. Su ingreso en la orquesta de Troilo se produjo cuando sólo contaba
veinte años. Cuando decidió formar orquesta propia contaba 24. Las
oportunidades de aprender habían sido muchas y estaban bien aprovechadas. Había
hecho Canción desesperada, Fuimos, Sin palabras. Luego cantó y grabó con la nueva
orquesta de Balcarce, que venía de ser el director de la orquesta de Castillo.
Pero sus capolavoros son posteriores: Sueno querido (1941), con orquesta
dirigida por Héctor María Artola, Carillón de la Merced, y el hit de los hits,
La rodada, una canción de Eduardo Escáriz Méndez y el musicalísimo Eduardo
Bonessi, que grabó dos veces con guitarra (noviembre de 1949 y setiembre de
1957), más alguna yapa perdida entre sus más de doscientos aportes a la
fonografía. Tal vez él prefiriera el samba Venganza, de Lupecino Rodríguez, que
en 1952 trajo de una gira carioca y grabó en junio de aquel mismo año, más o
menos convertido en tango. Y lo que él prefería al público no le disgustaba.
Marino
-que ha pasado a la crónica tanguera como La Voz de Oro del Tango- estuvo
discográficamente activo hasta 1979 y continuó cantando prácticamente hasta su
muerte (lo había hecho en Estados Unidos y Japón y en 1988 se fue a Australia).
Fue la suya una vida entera dedicada al tango, vida relativamente breve pero,
en términos profesionales, envidiablemente extensa, porque a los sesenta años
largos aún era un cantor, y no un diseur.
Se
dice que cuando Marino escuchó su primer disco -supongo que de prueba- no le
gustó, porque le parecía que imitaba a Gardel. No era un pecado imitarlo,
ciertamente: si Gardel era el paradigma, ¿a quién, sino a él, debía imitar?
Elaboró, sin embargo, un estilo propio y fue uno de los grandes cantores del
tango de todos los tiempos. Admitiendo que, después de Gardel, fueron
inimpugnables Corsini, Magaldi, Charlo, Gómez y del Carril, entre los seis
cantantes de la docena está, sin duda, Marino, junto a Rivero, Castillo... y de
ahí en más entran a tallar los gustos. El mío coloca, pegaditos, a Roberto
Maida, Berón y Campos. Un cantor de tangos se hace con voz, con musicalidad y
con comunicatividad. No todos los nombrados merecen diez puntos en cada una de
esas asignaturas. Creo que, salvo Gardel, ninguno. Ocurre, empero, que los
puntos acumulados por un cantor en un solo rubro (Marino, digamos en voz; Rufino,
en musicalidad; Castillo, en comunicatividad) supera los que otros reúnen en
los tres.
Fuente:
Mujeres y Hombres que Hicieron al Tango por José Gobello