Vicente
Buccheri
Nació en Acate (Sicilia, Italia) el 11 de noviembre de 1901 y murió en Buenos Aires el
23 de agosto de 1985. Difundió la letra de los tangos cuando los discos de
gramófono sólo difundían estribillos. Lo hizo por medio de El alma que canta,
una revista a la que Aníbal Lomba ha dedicado recientemente una óptima
monografía.
Buccheri
era un inmigrante al que la burocracia inmigratoria deformó el apellido en
Bucchieri. Llegó en 1908, con sus padres Retro y Francesca Mamarme. Entonces
los hijos de los inmigrantes contribuían desde los primeros años al
financiamiento de la polenta y la pastasciutta hogareñas. Vicente también lo
hizo. Lomba apunta que con su hermano Blas se desempeñó en un puesto de
revistas que dos hermanos de Francisco Canaro -Juan y Rafael- tenían en Entre
Ríos y Constitución. Si Vicente alcanzó a vender Crítica -el diario del
uruguayo Natalio Botana, que fue un suceso, eso tiene que haber ocurrido no
antes de sus doce años, pues aquel legendario vespertino comenzó a aparecer en
1913.
Sin
duda venderían los folletos de canciones y versos populares que publicaba Pérez
Cuberes, y otros, de muchos de los cuales Robert Lehmann Nitsche llevó
ejemplares a Berlín y aún se conservan allí, donde son objeto de investigación
y de microfilmes. Un día se le ocurrió a Vicente publicar una revista de
canciones. Ya tenía 15 años. Lo hizo y le puso por nombre El alma que canta,
porque así llamaban a la más fascinante cupletista de aquellos años, Raquel
Meller, que aún no había llegado a Buenos Aires. Esto ocurrió en 1916, el año
en que Irigoyen llegó al poder, en que murió el glorioso negro Gabino Ezeiza.
Más que una revista, El alma que canta era un folleto que aparecía sin mayor
regularidad, cuando el editor adolescente conseguía reunir el dinero necesario
para pagar la imprenta.
El
objeto era publicar letras de canciones y poesías populares. El mismo Buccheri
la voceaba en la estación ferroviaria de Constitución, y quiere la tradición
que un día se le acercara Almafuerte, quien vivía en La Plata, y le alcanzara
un papel diciéndole: 'Tome, m' hijo, para su revista". Le dio, decía
Buccheri, la letra de la canción A mi intuiré, que el más famoso dúo de
entonces, Gardel-Razzano, dotó de música e incluyó en su repertorio. En las
discografías de Gardel aparece también con los nombres Mi madre y Con los
amigos, atribuida, no más, a Almafuerte, pero en la obra completa de ese poeta
vasto y tunante no se la encuentra.
Cuando
Contursi dio vuelta como un guante al tango cantado, EL alma que canta difundió
los versos de Mi noche triste. En las páginas de la revista aparecieron,
asimismo, los primeros versos de Dante A. Linyera (Francisco Bautista Rímoli).
En realidad, El alma que canta era un conmovedor cajón de sastre donde un poema
de Leopoldo Lugones acompañaba los escarceos poético-lunfardos de Vicente
Barbieri, poeta que en los años cincuenta tuvo gran prestigio, y se mezclaban
con efusiones de esta laya: "Los terribles convulsiones de mi carne
torturada que se retuerce, impotente, con ganas de estrangular". No creo
que fuera esta heterogeneidad literaria la que conquistó a un público
inconmensurable (la publicación llegó a tirar 150.000 ejemplares), sino la
circunstancia de que prestaba el indispensable servicio de proporcionar las
letras que el porteño escuchaba y que, por una suerte de imperativo categórico,
quería canturrear. Esto por no hablar del inmenso servicio que prestó al tango
cuando -Gardel y Contursi mediante- se convirtió en canción.
Siempre
se cita aquello de Borges: "Es verosímil que en 1990 surja la sospecha o
la certidumbre de que la verdadera poesía de nuestro tiempo no está en 'La urna
de Banchs, ni en 'Luz de provincia', de Mastronardi, sino en las piezas
imperfectas de 'El alma que canta'," No estaba en esas páginas queridas la
verdadera poesía, pero sí una cálida invitación a la poesía, una suerte de
aperitivo poético. De los que no tengo duda es de que los ejemplares de El olma
que canta constituyen un indispensable documento antropológico y que, si no
aportaban mucha poesía, ni siquiera mucha cultura, afianzaban la conquista de
la alfabetización.
Sin
quererlo, Buccheri fue un antropólogo; sin quererlo, fue un comunicador; sin
quererlo, fue un pedagogo. Queriéndolo, él, que venía de tierra canora a un
país de gente que no canta, fue un dispensador de la alegría de cantar y
también de la dulce melancolía de repetir esas tristezas nunca dichas con anterioridad,
cuyo yacimiento cargó Pascual Contursi en el complejo y versátil carácter de
los argentinos.
Fuente:
Mujeres y Hombres que Hicieron al Tango. Por José Gobello