Porteña Jazz Band |
"Si usted necesita preguntarlo, lo único que
puedo decirle es que nunca va a saber qué es "Swing, Be-Bop, Groove, Jazz.” Son varias las palabras cuyo
significado exacto nadie sabe y que, sin embargo, resultan imprescindibles para
definir una música que sintetiza, como ninguna otra, el gran fenómeno del siglo
XX: la conformación de géneros cultos a partir de tradiciones populares. O,
dicho de otra manera, músicas que empezaron siendo rituales, funcionales y
colectivas y se convirtieron en abstractas. Baile, canto y ritmo improvisado
sobre tablas de lavar que se transformaron, a partir de la explosión de los
medios masivos de comunicación, en algunas personas haciendo música y —el hecho
nuevo y significativo— otras personas escuchándolas, en vivo o a través de dos
de los grandes inventos del siglo: el disco y la radio.
Algunos dicen que Jazz viene de iase, la versión creóle
del francés jase (charlar,
parlotear). Otros, que el origen está en el mandinga jasi (exagerar o, en el argot del blues, calentar, excitar o,
directamente, coger). Lo cierto es que esos cantos de blancos hechos a su
manera por los negros, esos himnos cristianos y marchas militares convertidos
en la Congo Square
de Nueva Orleans en parte del vudú, esas rondas infantiles españolas,
francesas, irlandesas o inglesas, mal aprendidas, transformadas, reformuladas y
convertidas en otra cosa. En esa cosa nueva llamada jazz y determinada, entre
otras cosas, por la radio, por el disco y, antes incluso, por la pianola. Pero,
también, por el ingreso de los negros en el mercado de trabajo blanco, por la
mirada descubridora que sobre el jazz posó París -y compositores como Ravel y
Stravinsky— y por el efecto de las comedias musicales de Broadway sobre los músicos
que emigraban de Nueva Orleans a Chicago y de allí a Nueva York.
El Gato
Barbieri prefería hablar de jazz con una onomatopeya. "Es lo que suena fzzzzzz; el resto de la
música suena tktktktktki” explicaba.
El director de orquesta y compositor Leonard
Bernstein, en cambio, en una memorable clase que dio por televisión en 1959, se
dedicaba a analizar, uno por uno, los distintos elementos característicos de
esta música. Y, junto a las alteraciones melódicas (blue notes), a los tipos de
escalas y a las cuestiones rítmicas (acentuaciones en los tiempos débiles y
síncopas) mencionaba uno mucho más obvio y, al mismo tiempo, más secreto: el
color. Comparaba la voz de Bessie Smith con la corneta (ese era el instrumento
que tocaba en esa época) de Louis Armstrong que le respondía y la prueba
incontrastable llegaba cuando una cantante de indudable voz lírica cantaba un
blues. Las notas eran las correctas (aunque, claro, faltaban las blue notes),
el ritmo también (aunque la acentuación era en los tiempos fuertes). Pero el
color era determinante: lo que sonaba parecía un lied mal compuesto por Schumann.
En el jazz los instrumentos imitan a la voz y la voz
en el jazz es africana. La nasalidad y cierta suciedad del timbre que en la
música de tradición escrita alcanzaría para defenestrar a un intérprete, en el
jazz es esencial. El otro aspecto,
claro, es la improvisación.
Hace un poco más de un siglo, en Nueva Orleans había
franceses y descendientes de franceses, españoles y descendientes de españoles,
norteamericanos y negros esclavos importados por unos y por otros. Pero había,
según relataba Johnny St. Cyr, - banjoísta de Armstrong-, más prejuicios entre
negros que entre negros y blancos. Los créole
pertenecían a una tercera o cuarta generación de libertos, tenían negocios y
participaban de la vida burguesa. Los americanos eran el proletariado. Muchos
de los fundadores del jazz, a principios del siglo XX, tenían apellido francés,
como Sidney Bechet, Barney Bigard, Buddy Petit o Alphonse Picou. Y si no lo
tenían se lo inventaban, como Jelly Roll Morton, que aseguraba a quien quisiera
escucharlo que su verdadero nombre era Ferdinand Joseph La Menthe. Negros y
blancos -o por lo menos creóles y blancos— tocaban juntos y, contra lo que se
cree, el jazz no era, en sus orígenes, visto como una música afro
norteamericana sino como una manera regional de hacer música, propia del sur, y
en la que las tradiciones africanas —en realidad sumamente enmascaradas— se
mezclaban con montones de tradiciones europeas. La armonía era la que se usaba
en la iglesia. Los instrumentos eran, con algunas variantes, los de las bandas
festivas (salvo en el caso del banjo, el único de origen africano). El canto
responsorial, donde el coro responde a un solista, venía de África pero también
de viejas costumbres europeas —incluyendo la recercada, renacentista y el
concerto grosso barroco. Y, si se tiene en cuenta cuál fue el primer disco de
jazz de la historia, grabado en 1917 por la Original Dixieland "Jass" Band, muchos de los músicos eran blancos y tenían
nombres como Nick La Rocca
o Tony Sbarbaro. Y, más allá de los prejuicios, nada parece demostrar que
hubiera demasiada diferencia entre la manera en que negros y blancos tocaban
eso que en Storyville, el barrio de los burdeles, empezaba a llamarse
"jass". No todavía.
Es cierto que las bandas blancas llamaron a su estilo
dixieland para diferenciarlo del de los negros y que, en algunos casos, la
manera de tocar era más lineal, más centrada en los solistas y con una técnica
más depurada, Y también que el ragtime, aunque era una música de salón
compuesta desde la primera hasta la última nota y su forma remitía a la de las
polcas y mazurkas escritas por pianistas en el siglo XIX, era tocado por
negros. Y que la forma de concebir el acompañamiento rítmico y los
entrelazamientos de las voces venía de África, al igual que los microtonos y
las inflexiones de las frases. Lo que sucedía era que los negros tocaban la
música de los blancos y les salía distinta. Los blancos aprendían esa música
que los negros hacían incansablemente en plazas, marchas, bailes y funerales, y
también les salía distinta. Entre todos y sin que nadie supiera cómo,
inventaron, de a poco, el jazz. El malentendido, como siempre, había funcionado
bien. Que haya sido Nueva Orleans el lugar donde esta nueva música hizo
eclosión no significa que allí hubiera nacido. El compositor de blues William
Christopher Handy contaba que alrededor de 1905, en Memphis, sonaba una música
muy parecida a la de Nueva Orleans y que "todas las bandas de circo
sonaban de ese modo; toda la región del Missisipi estaba llena de lo mismo, sin
que nadie supiera lo que pasaba en otro lado. Yo me enteré de la música de
Nueva Orleans recién en 1917". Hasta allí, nada que no pudiera pasar
también, por ejemplo, en las Antillas. ¿La diferencia? Estados Unidos. Si hoy
el jazz no es una pintoresca música regional, siempre igual a sí misma y
siempre preparada para el turismo —como lo son otras músicas mestizas del
mundo— es porque donde nació el jazz hubo una industria que se aprovechó de él,
que lo fagocito, que lo convirtió en mercadería y, junto con todo eso, lo
mezcló con otras músicas y otros músicos, lo hizo crecer y cambiar, lo
contaminó con la tan norteamericana fantasía del progreso perpetuo, lo llevó de
las pequeñas a las grandes ciudades, de los funerales a los bailes, de los
bailes a los clubes y de allí a las salas de concierto. Y, también, de Estados
Unidos al mundo. Que en una lejana ciudad llamada Buenos Aires, en la que, por
otra parte, las orquestas de baile habían tocado indistintamente tangos y jazz
ya en la década de 1930, apareciera un grupo en cuyo nombre se unía la palabra "porteña" con el concepto de
"jazz band" es un dato acerca de ese fenómeno. La Porteña Jazz Band,
surgida a mediados de la década de 1960 como emergente de ese verdadero culto
al jazz más tradicional que se desarrolló en Buenos Aires, hizo de esos,
orígenes del lenguaje su propio lenguaje y supo poner personalidad donde otros
ponían sólo réplica.
En ellos resultaba natural lo que en teoría parecía
imposible: aunar el respeto por esa tradición y un estilo propio y original. A
diferencia de otros de los grupos surgidos por ese entonces en Buenos Aires, la Porteña no buscaba sonar
como los Hot Five de Armstrong, como el grupo de Fletcher Henderson o como la
orquesta jungle de Duke Ellington. Abrevaban allí pero sonaban ni más ni menos
que como la Porteña Jazz
Band. Tal vez, para completar aquella frase de Louis Armstrong acerca de lña
imposibilidad de definir el swing, alcance otra, dicha por Ástor Piazzolla:
"Los muchachos de la
Porteña Jazz Band no tienen swing; son el swing.
Material publicado: Volúmen 1 CD editado por Pagina 12 "Porteña Jazz Band"
MEGM- BAJAR PORTEÑA JAZZ BAND VOL 1
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