Mario
Pardo
Mario
Alberto Pardo nació en Cerro Largo (Uruguay) el 2 de noviembre de 1887, y por
un tranquito no alcanzó el centenario, pues murió el 29 de agosto de 1986, en
Burzaco (provincia de Buenos Aires). En noventa y nueve años dedicados a la
música popular tuvo tiempo de hacer muchas cosas; entre otras, cambiarle el
compás a Gajito de cedrón, esa maravilla de gracia, picardía y buen gusto que
brindó a Gardel la ocasión de dejarnos una de las diez o doce versiones
fonográficas más brillantes de su esplendorosa carrera (el 3 de marzo de 1927,
con Ricardo y Barbieri). Linda Thelma cantaba los preciosos versos de Alfredo
Navarrine con otra melodía.
Pardo
era músico de escuela. Había estudiado en el Conservatorio San Pietro Omaiello,
de Nápoles. Fue director de banda en su patria y luego abdicó la batuta para
dedicarse a la música criolla en la Argentina. A los ochenta y tantos años
evocó su vida en un reportaje tan cálido como desordenado. Por lo que de su
memoria pudo rescatarse, se presentó inicialmente como concertista de guitarra;
en 1918 conoció a Max Glücksmann, quien lo llevó a los discos Nacional; fue
abandonando rápidamente la música de escuela para arrimarse a la popular y en
1919 formó junto a Ignacio Corsini en las presentaciones de la compañía de José
J. Podestá. Cultivó la amistad de Eduardo Arólas, quien le dedicó el tango La
guitarrita (al que Contursi rebautizaría como Qué querés con esa cara, y que,
con tal nombre, fue grabado por Gardel en 1920), frecuentó todos los escenarios
del circuito de Glücksmann y anduvo por los estudios de la radiofonía en
pañales desde 1921, por lo menos. Acompañó con su guitarra los primeros gorjeos
que Tania dedicó al tango (Río de Janeiro, digamos que en 1924), el 4 de
noviembre de 1934 se presentó en el teatro Colón al frente de un conjunto de
cien guitarras (fue la noche del triunfo más grande de mi carrera, memoraba con
más orgullo que nostalgia), registró 140 composiciones (Orlando del Greco
dixit) y de ellas (dixit Horacio Loríente), las más perdurables son las que forman
parte del repertorio gardeliano: el citado Gajito de cedrón, Linda
provincianita, el famoso tango La maleva y La tropilla (o El triunfo, compuesto
en colaboración con el legendario tradicionalista Santiago Hipólito Rocca),
grabado en 1922 por el dúo Gardel-Razzano y en 1930 por Gardel, sólito y su
alma, con las violas de Barbieri, Riverol y Aguilar cuidándole la retaguardia.
Entre
el canto tradicionalista y el tango no hay una tierra de nadie, sino una tierra
de ambos. Es la que transitaron, orondamente, Carlos Gardel e Ignacio Corsini,
entre otros, y Rosita Quiroga y Azucena Maizani, entre otras. Los cuatro lo
hicieron portando la guitarra criolla - ¡Cuántas veces, bajo el brazo de la
zurda, por cubrirte del sereno, te llevé!-, y sólo la mandaban al ropero en los
momentos de depresión -si acaso alguna vez la sentían-, pero no cuando se
pasaban de la zamba al tango, ni de las ternuras de Saúl Salinas (Pobrecita la
pastora que ha fallecido en los campos) a las guapeadas de Ángel Greco (Naipe
marcao, cuando ya es junao tiene que rajar). Mario Pardo se acercó al tango con
la doble solvencia que le daban el conservatorio napolitano y sus largos
andares codo a codo con los tanguistas trashumantes, que todos lo eran por
aquellas primeras décadas del siglo. Cuando Gardel y Corsini, Rosita y Azucena,
pisaban fuerte en el tango, cuando hasta pisaba fuerte aquella toledana
impredecible a la que acompañó en Río de Janeiro cuando se arriesgó a Fumando
espero, don Mario se quedó en esa tierra intermedia, que se fue achicando,
achicando, porque luego llegó el folklore - con Atahualpa, Falú, la Negra Sosa,
que amojonaron el límite entre una y otra especie musical-. Don Mario Pardo se
convirtió así en un monumento semoviente. Uno se acercaba a él como a la
estatua de San Martín.