Día a día, invariablemente, manos anónimas
recubren de flores el definitivo recinto en que yace, dolorosamente sofocada
-no apagada-, la voz de Carlos Gardel. A pocos artistas suele evocarse con
tanta espontaneidad perdurable. Su retrato, con la sonrisa ancha y
conquistadora, y el chambergo ladeado en un esguince de tango del novecientos,
está allí, a la vista, en muchos sitios de su Buenos Aires, o en el campo
argentino de sus estilos y milongas.
Agradezco la gentileza de enviarme este material a Eduardo Sibilín.