Enrique
Mario Francini
Nació
en San Fernando (provincia de Buenos Aires) el 14 de febrero de 1916 y murió en
Buenos Aires, el 27 de agosto de 1978, sobre el escenario del viejo Caño 14
(Talcahuano 975) cuando se disponía a bisar la versión de Nostalgias que
ofrecía con Héctor Stamponi. En 1958 se había incorporado como primer violín en
la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, donde permaneció durante veinte años.
La música clásica y el tango no están reñidos -decía-. Saber contrapunto no
significa ser un picapedrero del tango.
Sus
postreros años de aprender los vivió en Campana, a donde lo había llevado un
destino laboral de su padre. Allí tenía un pequeño conservatorio Juan Elhert,
violinista alemán, casi incógnito benemérito del tango. Francini perfeccionó su
dominio del violín y en tanto que con un ojo miraba a la música grande, con el
otro apuntaba a los tangos que su amigo Héctor Stamponi hacía florecer como
amapolas sobre el teclado del piano. El 30 de abril de 1933 Carlos Gardel cantó
en Zarate y el 1 de mayo, en Campana. El día 2, o el 3, tomó el tren para Nueve
de Julio. La mañana era fría y lo esperaban en el andén dos jovencitos que
todavía no habían obtenido la libreta de enrolamiento: Francini y Stamponi. Le
entregaron un tango para que lo cantase. Gardel los atendió con simpatía. Es
posible que les haya dicho alguna palabra lunfarda, de las que solía emplear
para disimular su ternura. Eso fue todo.
Con
Stamponi se incorporó Francini en la orquesta de Elhert. Ya estaban Pontier y
Cristóbal Herreros. Con ellos vino a Buenos Aires, donde Elhert y los
chiquilines -veinte años tenían- actuaron en las famosas matinés de Juan
Manuel. Luego, Francini, Stamponi y Pontier formaron un trío para acompañar a
los artistas de radio Argentina. El paso próximo fue la orquesta de Miguel Caló,
donde había estado Stamponi entre 1939 y 1941. Allí talló junto a Osmar
Maderna, Pontier, Domingo Federico y Carlos Lazzari. De aquellos años fecundos
son sus bellos tangos Mañana iré temprano y La vi llegar. Un día recaló en esa
orquesta Rafael Fiorentino, cantor de mis pagos sanisidrenses. Como tal
habíamos ido a escucharlo una noche, cuando nos reveló que lo había convocado
Miguel Caló. Éste lo rebautizó Raúl Iriarte y fue Francini quien lo formó tal
como ha pasado a la historia del tango, con su decir perfecto, su emisión
limpia, su inteligibilidad total.
En
1945 Maderna se fue a formar su orquesta y Francini se unió con Pontier para
integrar la que ilustraría diez de los más bellos años en los que se cifra y
define la guardia del Cuarenta. La historia de una orquesta supone nombres de
cabarets, estudios de radios, salas de grabación. Todo se borra con el tiempo,
y sólo quedan los discos. De Francini-Pontier quedan unos sesenta, cada uno de
dos caras, a partir de Margo (29-1-46), esa preciosura del segundo Hornero y
Pontier, con la voz de Alberto Podestá.
Luego,
agotada aquella guardia casi redentora, Francini -que seguía tocando en el
Colón- tuvo su dúo con Stamponi, su orquesta, su sexteto, su actuación el
Octeto Buenos Aires y en Los Astros del Tango (conjunto que fue como la
contrapinta del octeto piazzollano), sus Violines de Oro y el Quinteto Real,
donde junto a Salgan, Laurenz, De Lío y el contrabajista Rafael Ferro, logró
esa síntesis de épocas y de escuelas que viene como a representar la eternidad
del tango aislada en una burbuja del tiempo. Él, Francini, tiraba a
concertista. ¿Cómo engarzarlo en el paraíso tanguero, con El Pibe Ernesto,
Palavecino, el rengo Zambonini, Pepino Bonano, Peregrino Paulos, Canaro y su
lata de aceite, De Caro y su instrumento autografiado por Fritz Kreisler,
Vardaro, el tanguerísimo Baralis, Marcelli, el ubicuo Nichelle, Suárez Paz,
Antonio Agri -que empuña el arco como una llave que abriera el territorio de lo
sublime...
Francini,
hombre llano, sin ínfulas, como de la familia, era un artista cabal. Lo
escuchamos una noche, no sé dónde, y alguien me dijo: ¿Por qué no se toca un
tango? Pensé en los gilunes que, en lugar de disfrutar los buenos tangos, se
empeñan en buscar la tanguedad y parafraseé un verso de Barba Jacob: El tango
es claro, undívago y abierto como el mar.