Eduardo Arólas
Lorenzo
Aróla -que se autobautizó Eduardo Arólas- nació en Buenos Aires (Barracas al
Norte) el 24 de febrero de 1892 y murió en París el 29 de setiembre de 1929.
Era hijo de un inmigrante que firmaba con una cruz. Lorenzo tuvo en Buenos Aires
la escuela que quizá no hubiera tenido en Francia, estudió dibujo, se enamoró
del bandoneón y aprendió rudimentos musicales que de ningún modo necesitaba
para apuntalar su genialidad. Rosita Quiroga, ya anciana, recordaba su tez
aceitunada, sus ojos verdes (que Canaro veía negros), su aire gitano. Tanta
belleza no hizo felices sus amores.
Catorce
años sumaban entonces la edad necesaria para que Flor de fango se entregara a
las farras y los músicos populares, a las delicias del gotán. No tenía muchos más
Eduardo Arólas cuando andaba tocando por los boliches de La Boca y de Barracas,
ya compuesta su ópera prima, Una noche de garufa, bellísimo tango, aunque
opacado por El Mame y La Cachila. Francisco Canaro, que ya se había fogueado en
los lenocinios bonaerenses y en las grandes orquestas codirigidas con Firpo, le
dio una mano. Y Arólas anduvo con su fueye de café en café, abriéndolo y
cerrándolo con brío, casi con desesperación, porque no alcanzaba a expresar
todo lo que tenía adentro, y lo rompía entonces impiadosamente, de modo que el
instrumento quedaba como un paraguas vuelto al revés, según memoraba Enrique
Delfino. Y así continuó tocando, con Firpo primero, -época inaugural, cuando
compusieron en yunta Fuegos artificiales- y luego al frente de sus propias
orquestas, y creando afiebradamente, como si supiera que su tiempo sería mucho
más breve que el concedido a otros para conquistar posteridad. La nómina de sus
piezas es extensa y con registrarla no se hace gran cosa. Mejor será, quiero
suponer, sugerir que se preste atención a la versión de La Cachila que dejó el
piano acariciado por Lucio Demare, o la de Suipacha, por Pugliese, o La trilla,
por Francini-Pontier, o Catamarca, por D' Arienzo; o que se escuche la
grabación del recital Arólas romántico, ofrecido por Oscar De Elía hace un par
de años, y quedará entonces la sensación de haberse topado con un pequeño
Mozart de arrabal.
La
muerte prematura contribuyó a rodear a Arólas de cierta aura de leyenda, pero
tampoco de eso necesitaba. Hombre de ambientes más turbios que cristalinos, es
posible que haya seguido en el barrio conventillero pautas éticas que la
sociedad sólo toleraba entre el raso y los caireles. De compadrito relajado se
lo tildó porque gustaba colocarse algún anillo sobre los guantes. Y así fue
tramándose la historia de su muerte violenta.
«En
una cayeja, solo / y amasíjao por sorpresa, / fue que cayó Eduardo Arólas / por
robarse una francesa»,
versificó
Cadícamo. Los papeles dicen que murió de tuberculosis pulmonar en el hospital
Bichat. Manuel Pizarro, que en 1924 ya era en Europa el rey del tango y se
codeaba con la haute internacional, de recalada en El Garrón, lo asistió con
genuina nobleza criolla. Sus restos fueron repatriados años más tarde por
iniciativa de Cátulo Castillo.
Emelco
le dedicó una película, Derecho viejo, del director Manuel Romero (1951), y
Juan José Míguez asumió su estampa. En ella se cantaban, con música de
Sebastián Piana, estos octosílabos de León Benaros:
«Por
él lloramos a solas; pido atención, compañeros: ¡A sacarse los sombreros!
¡Estoy hablando de Arólas!"