Ernesto Ponzio
Ponzio (El Pibe
Ernesto) nació en Buenos Aires,
probablemente el 10 de julio 1885, y murió el 21 de
octubre de 1934 en su casa de Banfield
(provincia de Buenos Aires),
junto a su esposa, Adela Savino, con
quien se había casado en 1906.
Pertenecía a una
familia de músicos (su padre era profesor de arpa y su tío, violinista). La
orfandad lo llevó a demostrar por las cantinas lo que estaba aprendiendo en el
conservatorio Williams, es decir, tocar el violín. Cuando tenía trece años tornó
del aire una melodía y compuso con ella Don Juan. Luego tocó hasta 1911, en
varios conjuntos, alternando con músicos no carentes de cierta fama: Eusebio
Aspiazú, Juan Carlos Bazán e inclusive Eduardo Arólas (trío Ponzio, Arólas,
Thompson, 1910). De ahí en más fue atrapado por la marginalidad.
El Pibe pasó muchos
años en la cárcel. Miguel Ángel Lafuente, estudioso de corta pero enjundiosa
labor, que tiene en sus manos importante documentación relativa a Ponzio, pasa
un poco por encima la peripecia carcelaria del músico, pero no tanto como para
no informarnos que a éste se le fue la mano la noche del 18 de enero de 1924 en
un lenocinio o fírulo del barrio rosarino de Pichincha, y descerrajó un balazo
a Pedro Báez, matándolo ípso facto.
Lo condenaron a 20 años
de prisión y, por reincidente, a reclusión por tiempo indeterminado en
territorios del Sur. Según Lafuente, formó un conjunto musical en la cárcel,
pero no hay mayor referencia sobre ello. Lo que sí se sabe es que en 1928 ya
estaba nuevamente en circulación, tal vez porque el presidente Marcelo T. de
Alvear, el aristócrata más democrático que ha tenido nuestro país, ejerció con
el Pibe sus facultades soberanas de conmutar penas e indultar.
Lo cierto es que
Ponzio, criado en el malevaje y hombre de sangre caliente, ya había conocido
más de un calabozo. Hombre simpático, pero de mala hiel y de alma cerrada, se
dejaba arrebatar por su genio, que no toleraba agravios. No era un compadre
capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida, como Jacinto Chiclana; más bien
era capaz de quitársela a otro, a puro bufonazo. Hombre de dedo ágil, y alma
torva, aunque por rachas más bien perdonadoras, era temido por unos, esquivado
por otros y querido por algunos.
Ya en Buenos Aires,
en 1932 formó en la Orquesta Típica de la Guardia Vieja, que Juan Carlos Bazán
organizó para ofrecer un espectáculo en el teatro Nacional, en contrapunto con
la Roberto Firpo, presentada como moderna. Se lo ve también en la película
Tango (1933). Estuvo musicalmente activo hasta su muerte, que lloraron, con
óptima prosa los escritores porteños de mayor enjundia: Nicolás Olivari, José
Antonio Saldías, Enrique González Tuñón.
Su obra no es vasta:
algunos tangos de autoría cuestionada (Don. Juan, Ataniche), otros como Quiero
papita o Culpas ajenas (con letra de Jorge Curi, que le grabó Gardel). Dicen
los que saben que fue quien introdujo el pizzicato en la interpretación
tanguera, pero tal vez más que a la historia del tango, El Pibe Ernesto (que se
pasó la vida reclamando la paternidad de El entrerriano) pertenezca a la
leyenda. Y la leyenda es la flor de la historia.