Francisco
Canaro
Francisco
Canaro nació en San José de Mayo (Uruguay) el 26 de noviembre de 1888 y murió
en Buenos Aires el 14 de diciembre de 1964. En sus 3700 grabaciones de
música popular se encierra todo el tango.
Como
escribió sus memorias, poco que se dijera de Pirincho podría ser novedoso. Fue
un trabajador incansable, una inteligencia alerta, una imaginación en vilo, una
disciplina de Káiser. No inventó el tango, no lo hizo, no lo renovó. Pero a él
se debe la continuidad de esta especie musical que de tanto en tanto nos da el
gozo infinito de verla resurgir en el rescoldo.
Ejemplo
impar de tenacidad, se fabricó un violín con una lata de aceite; luego aprendió
a tañer un instrumento en serio (si alguien sabe quién le enseñó que lo diga),
recorrió el camino de rutina por lenocinios y peringundines, aprendió a leer
música y a escribirla (¿quién le enseñó, por Dios?), supo de dúos y de tríos
con instrumentos diversos (ningún timbre es intrínsecamente impropio para el
tango), militó junto a Greco y otra gente que estaba componiendo la historia
sin darse cuenta en la murga que se llamó, por primera vez, orquesta típica.
Anduvo con el oído abierto a las melodías que poblaban el aire en la urbe que
conoció ya cosmopolita, las tradujo en sonidos simples, lineales, sin mucha
fioritura, sin mucho arrequive, como para oídos todavía no desbastados por la
cultura.
Escribió
a destajo y también por encargo, como los periodistas, pero sobre el
pentagrama, y el pueblo se sintió expresado por lo que escribía. Por eso lo
siguió por los bailes, por los palquitos, por los estudios de radio, por los
teatros. Siempre supo lo que quería y escogió siempre a la gente capaz de
hacerlo y hacerlo bien. No era un asceta, pero su generosidad iba mucho más
allá de la anécdota, y eso lo saben no pocos de sus músicos. No fue músico de
conservatorio, pero compitió, juvenilmente, con los pequeños del Cuarenta y ahí
no más, como para abrir la década, plantó Adiós, pampa mía, que cantó todo el
mundo, desde Alberto Arenas, que lo estrenó, hasta Gianna Pederzini. No hizo
del tango un patrimonio generacional, y lo buscó a Mores -impensado sucesor en
el tiempo del inefable e infalible orejero José Martínez- y lo hizo hombre de
tango. Canaro ganó mucho dinero, con los discos, con los bailes, con la radio,
con las comedias musicales. Sólo perdió plata cuando se metió a producir filmes
(a veces también en el hipódromo y cuando le prestaba a Gardel). Llevó el tango
a París y a los Estados Unidos, siempre con buena fortuna, y en el Japón formó
parte de la multitud que lo aplaudía el príncipe Akihito, que después fue
emperador. Nunca dudó de sí mismo, pero nada lo envaneció. Siempre fue Pirincho
Canaro y en términos artísticos sobrevivió a Firpo y a Maglio. Su público
estaba en todas partes; allí donde hubiera un gramófono estaba Francisco
Canaro. No hubo habido tanguista que grabara tanto: Fresedo, mil doscientas composiciones;
D' Arienzo, poco menos de mil. Después de Gardel fue la figura más importante
del tango. No faltó quien dijera que convirtió al tango en un producto y que no
lo remontó a las altas esferas de la música sino que pasó por el circuito
comercial que hizo tanta música como marketing. Lo que se quiera, pero en todo
puso un intuitivo e instintivo decoro, ajeno al mal gusto. Tendió con algunas
composiciones -Halcón negro, Pájaro azul hacia la alta música, y, sin dejar de
ser un líder, fue también un trabajador imparable.