martes, 29 de abril de 2014

Julián Centeya - Biografía - 29 de abril de 2014


              Julián Centeya
Amleto Vergiati nació en Parma (Italia) el 15 de octubre de 1910, desembarcó en Buenos Aires por la planchada del Conte Rosso en 1922, se casó con Elena Vattuone (Gori Omar, hermana de Nelly) y murió el 26 de julio de 1974, dejando una madre que lo sobrevivió, una hija, un nieto, una hermana y una legión de seguidores que se disputaban su amistad.
En un escrito reciente, Oscar del Priore rescata a Centeya como letrista de tangos, menciona algunas de sus composiciones y nos ilusiona con una nómina más vasta. Claudinette, con música de Enrique Delfino, página muy bella, la que Julián prefería -y que Delfino colocaba junto a Santa Milonguita (que amaba más que a la Milonguita primigenia)-, y La vi llegar (música de Enrique Mario Francini), que ha tenido gran número de grabaciones, desde la inicial de Miguel Caló, con su cantor Raúl Iriarte, por vero nombre, Rafael Fiorentino, son las más conocidas. Letras hermosas, con algo de ese barroquismo malevo con que Julián nos encandilaba en sus versos y nos dejaba mudos de admiración en sus prosas orales (no diré que fue un García Sanchiz arrabalero porque era muy superior a García Sanchiz, aunque éste tampoco fuera manco).
Pero ni el de La vi llegar ni el de Lluvia de abril son el mejor Julián Centeya. De su talento agreste y compadrito, de su rara mezcla de Jorge Luis Borges y Felipe H.Hernández sólo podemos tener una idea los que escuchamos sus improvisaciones (por ejemplo, la de la noche en que se presentó la operita María de Buenos Aires, con un diálogo en el que copó la banca "por capacidá”, como habría dicho Carlos de la Púa). Sus charlas radiofónicas, que fueron de lo mejor que en muchos años nos dio la radiofonía, no solían alcanzar la altura a que podía rayar su talento oratorio en una sobremesa o, digamos, en la presentación de una muestra del pintor Felipe de la Fuente.
Todo aquello es hoy arena que la vida se llevó, como en el verso de Manzi. Quedan sus libros, las dos musas -la de barro y la mistonga-, que tampoco nos devuelven un Julián Centeya todo entero, pero nos acercan a su totalidad pluriforme. Roído y todo por la bohemia, el talento impenitente de Centeya lo acompañó siempre al tope, hasta que se derrumbó con su vida.

El Centeya letrista tiene poco que ver con el Centeya poeta. El letrista es una mélange o un coctel de romántico, modernista y surrealista. En La vi llegar está Homero Manzi de cuerpo presente, acompañado por sus fantasmas, flotando en una atmósfera de nostalgia minuciosamente elaborada. Lo mismo ocurre en Lluvia de abril y en Claudinette. Lo que no está de ningún modo es el poeta de Atorro, el Francois Villon porteño, mucho más Francois Villon que Carlos de la Púa. Aunque no es fácil penetrar en los entresijos de su identidad. Él dijo que un seudónimo -Julián Centeya- se le había convertido en un personaje. Lo era desde 1938, cuando comenzó a usarlo para firmar sus crónicas de cine. Enseguida se construyó una genealogía nueva para sustituir la propia y también un nuevo hábito, el de nochear entre el humo del ambiente; él, que procedía de una familia obrera y madrugón laborioso. Ni a él ni a sus amigos les importaba demasiado averiguar si el hombre teñido de gris verleniano era Enrique Alvarado, el mismo de Recuerdo de la Enfermería de San Jaime, o Julián Centeya, el de la Musa Mistonga, o si era apenas un símbolo entre jodón y cabrero de la ciudad. Personalmente creo que la poesía, -que es la única verdad- lo esperaba en la niebla de los bodegones, y que hizo muy bien yendo una y otra vez a su encuentro.