Amleto
Vergiati nació en Parma (Italia) el 15 de octubre de 1910, desembarcó en Buenos
Aires por la planchada del Conte Rosso en 1922, se casó con Elena Vattuone
(Gori Omar, hermana de Nelly) y murió el 26 de julio de 1974, dejando una madre
que lo sobrevivió, una hija, un nieto, una hermana y una legión de seguidores
que se disputaban su amistad.
En
un escrito reciente, Oscar del Priore rescata a Centeya como letrista de
tangos, menciona algunas de sus composiciones y nos ilusiona con una nómina más
vasta. Claudinette, con música de Enrique Delfino, página muy bella, la que
Julián prefería -y que Delfino colocaba junto a Santa Milonguita (que amaba más
que a la Milonguita primigenia)-, y La vi llegar (música de Enrique Mario
Francini), que ha tenido gran número de grabaciones, desde la inicial de Miguel
Caló, con su cantor Raúl Iriarte, por vero nombre, Rafael Fiorentino, son las
más conocidas. Letras hermosas, con algo de ese barroquismo malevo con que
Julián nos encandilaba en sus versos y nos dejaba mudos de admiración en sus
prosas orales (no diré que fue un García Sanchiz arrabalero porque era muy
superior a García Sanchiz, aunque éste tampoco fuera manco).
Pero
ni el de La vi llegar ni el de Lluvia de abril son el mejor Julián Centeya. De
su talento agreste y compadrito, de su rara mezcla de Jorge Luis Borges y
Felipe H.Hernández sólo podemos tener una idea los que escuchamos sus
improvisaciones (por ejemplo, la de la noche en que se presentó la operita
María de Buenos Aires, con un diálogo en el que copó la banca "por
capacidá”, como habría dicho Carlos de la Púa). Sus charlas radiofónicas, que
fueron de lo mejor que en muchos años nos dio la radiofonía, no solían alcanzar
la altura a que podía rayar su talento oratorio en una sobremesa o, digamos, en
la presentación de una muestra del pintor Felipe de la Fuente.
Todo
aquello es hoy arena que la vida se llevó, como en el verso de Manzi. Quedan
sus libros, las dos musas -la de barro y la mistonga-, que tampoco nos
devuelven un Julián Centeya todo entero, pero nos acercan a su totalidad pluriforme.
Roído y todo por la bohemia, el talento impenitente de Centeya lo acompañó
siempre al tope, hasta que se derrumbó con su vida.
El
Centeya letrista tiene poco que ver con el Centeya poeta. El letrista es una
mélange o un coctel de romántico, modernista y surrealista. En La vi llegar
está Homero Manzi de cuerpo presente, acompañado por sus fantasmas, flotando en
una atmósfera de nostalgia minuciosamente elaborada. Lo mismo ocurre en Lluvia
de abril y en Claudinette. Lo que no está de ningún modo es el poeta de Atorro,
el Francois Villon porteño, mucho más Francois Villon que Carlos de la Púa.
Aunque no es fácil penetrar en los entresijos de su identidad. Él dijo que un
seudónimo -Julián Centeya- se le había convertido en un personaje. Lo era desde
1938, cuando comenzó a usarlo para firmar sus crónicas de cine. Enseguida se
construyó una genealogía nueva para sustituir la propia y también un nuevo
hábito, el de nochear entre el humo del ambiente; él, que procedía de una
familia obrera y madrugón laborioso. Ni a él ni a sus amigos les importaba
demasiado averiguar si el hombre teñido de gris verleniano era Enrique
Alvarado, el mismo de Recuerdo de la Enfermería de San Jaime, o Julián Centeya,
el de la Musa Mistonga, o si era apenas un símbolo entre jodón y cabrero de la
ciudad. Personalmente creo que la poesía, -que es la única verdad- lo esperaba
en la niebla de los bodegones, y que hizo muy bien yendo una y otra vez a su
encuentro.