Francisco
Gorrindo
Froilán
Francisco Gorrindo nació en Quilmes
(provincia de Buenos Aires), el 5 de
octubre de 1908 y murió en la misma ciudad el 2 de enero de 1963. En su breve
nota necrológica, el diario El Sol de su ciudad natal, dijo que Pancho
Gorrindo, como le llamaban los amigos, fue una expresión auténtica del soñador.
Su esposa Emma lo recordaba como muy, pero muy desordenado con respecto a su
producción; lo mismo sucedió con los discos, la mayoría de ellos regalados a
sus amigos. El estudioso Gaspar I. Astarita lo describió así: Alto, delgado,
usaba invariablemente esos amplios moños oscuros, clásicos en los vates
populares de aquellos años. Con moño -moñito, decíamos- aparece en la
fotografía de su cédula de identidad, tramitada el 11 de noviembre de 1926.
El
primer tango de Gorrindo que llegó al público fue Perdón de muerta, con música
del guitarrista Pablo Rodríguez, esposo de Mercedes Simone. Lo grabó,
naturalmente, esta gran cantante el 11 de febrero de 1931. Siguieron luego
Miserere (música de Miguel Padula) y Vida perra (música de Rafael Rossi). Tales
composiciones no le proporcionaron dinero ni nombradía y, decepcionado, se
entregó a la bohemia y anduvo por los cafetines, a buscar felicidad. La halló
en una excelente muchacha; ya rondaba los treinta años y formó un hogar
ordenado y tranquilo. Las musas volvieron entonces a visitarlo y produjo uno de
los grandes clásicos de la historia del tango, Los cuarenta. Roberto Grela, el
autor de la música, narró a Astarita el nacimiento de esa composición. Dijo que
a fines de 1936 andaba por la Pampa, con Antonio Barraza y Raúl Cuello
Rodríguez, acompañando al cantor Fernando Díaz. Durante aquella gira compuso la
música, sobre los versos que, escritos en un papel no muy prolijo, le había
entregado Gorrindo. Fernando Díaz no perdió un día en estrenarlos. Luego,
Azucena Maizani los lanzó a la fama a comienzos de 1937, en el teatro
"Nacional", y dejó que los llevaran al disco el 8 de noviembre de ese
año.
De
allí en más el vate quilmeño siguió escribiendo y triunfando, no sólo en
términos de fama sino también de derechos autorales. Sus letras son más de
setenta y entre ellas no hay menos de cinco clásicos, aparte de Los cuarenta.
Alfabéticamente ordenadas son: Dos guitas (Juan D' Arienzo), Gólgota (Rodolfo
Biagi), La bruja (Juan Polito), Magdala (Rodolfo Biagi), Mala suerte (Francisco
Lomuto), Paciencia (Juan D' Arienzo). ¡Pena grande que Gardel hubiera muerto
antes de 1937! De todos modos, también Charlo grabó Las cuarenta, además de
Mala suerte y Novia; Magaldi, Paciencia (lo había estrenado con D' Arienzo la
voz prontamente apagada de Enrique Carbel) y Julio Sosa, Mala suerte. Es claro
que ninguno de ellos era Gardel.
Precisiones
que el investigador Oscar D' Angelo aportó a la que fue mi cátedra de
Introducción al tango, permiten afirmar que se le cambiaron los recuerdos a la
actriz Isabel Sarli cuando afirmó que era hija de Gorrindo. De Gorrindo, sí,
pero de otro; de un primo lejano, Antonio Francisco Gorrindo.
No
es infrecuente comparar a Gorrindo con Enrique Santos Discépolo y, más aún,
presentarlo como un Discépolo en escala reducida. Sin duda emparenta a estos
dos grandes letristas el mismo desdén por los lugares comunes y la búsqueda
afanosa e inteligente de nuevos recursos tanguistico-literarios. Los cuarenta,
como Qué vachaché, Qué sapa, Señor y Cambalache, es un tango de protesta, pero
no contra los sistemas socioeconómicos sino contra la perversión de la
condición humana (en términos teológicos podría decirse protesta contra el
pecado original). Gorrindo carecía del temperamento sarcástico de Discépolo,
pero esa carencia no empobreció su discurso poético; al contrario, lo
benefició, porque dio al mensaje mayor seriedad. De los cuatro tangos
nombrados, los de Discépolo convocan al deslumbramiento más que a la reflexión.
Uno y otro poeta cultivaron, por lo demás, el tono apodíctico propio de los
doctores graduados en la discutible universidad de la vida. Ninguno de los dos
fue mayor ni menor que el otro: cada uno tuvo su propia dimensión. A nadie se
le ocurriría comparar la violeta con el crisantemo ni el colibrí con el zorzal.