Cátulo
Castillo
Nació
en Buenos Aires el 6 de agosto de 1906 y murió en Paso del Rey (provincia de
Buenos Aires) el 20 de octubre de 1975. Fue hijo de José González Castillo y,
como su padre, hombre de talento múltiple. Poco antes de su muerte, el Fondo Nacional
de las Artes le otorgó el Gran Premio Anual. Un año antes, la Municipalidad de
la Ciudad de Buenos Aires lo había declarado Ciudadano Ilustre.
Cátulo
fue hombre de Boedo, de la Peña Pacha Camac, fundada por su padre; de la
Librería Munner, donde comenzó el movimiento literario que tomó el nombre de
una calle, que aún no era un barrio. Allí estudió, de niño, algo de música, con
el maestro Cianciarullo. Como tenía la inspiración muy fresca, en 1923, a los
17 años, compuso la primera parte de Silbando, le pidió a Sebastián Piana que
compusiera la segunda, a su padre le pidió la letra y a Gardel que lo cantara.
Luego, en 1924, compuso Organito de la tarde, que no logró el primer premio en
el concurso Max Glücksmann, sino el segundo, pero, en cambio, lo estrenó
Azucena Maizani y no tardó en convertirse en un clásico.
En
1928 agrandó la orquesta con la que actuaba en las glorietas de Boedo y marchó
con sus músicos (Caló, Malerba) y su cantor (Roberto Maida) a España y a
Francia. Le fue bien e inclusive grabó con su grupo en España, donde el tango
comenzaba a abrirse camino a partir de la presentación de la compañía escénica
Muiño-Alippi, en la que militaban el cantor Vicente Climent y la cancionista
Celia Louzán. Pero su vocación era principalmente literaria y pronto abandonó
el papel pentagramado para dedicarse a la enseñanza en el Conservatorio
Municipal Manuel de Falla, del que fue secretario y, luego, director; en él
creó la cátedra de bandoneón, que confió a Pedro Maffia. Para entonces había
compuesto ya un buen número de tangos, a los que el padre aplicaba los versos
del caso. Quién había comenzado junto a Piana, reservándole a su amigo, algo
mayor que él, la segunda parte (lo mismo que haría Maffia en No aflojes), se
convirtió en letrista de los dos éxitos más resonantes del autor de Sobre el
pucho: Tinta roja y el vals Caserón de tejas.
Cátulo,
que había colaborado con Troilo en María (1945), al morir Manzi, en 1951, se
convirtió en el letrista más importante. Ni sus actividades en la SADAIC, que
nunca abandonó, ni su labor en la burocracia cultural (fue presidente de la
Comisión Nacional de Cultura) le impidieron escribir letras tan bellas como las
de Domani, La calesita, Café de los Angelitos, El patio de la Morocha, Una
canción y esa pieza singularísima en la que el tango canción parece alcanzar el
cénit: La última curda. Uno de sus éxitos postreros fue El último café (música
de Héctor Stamponi), con el que ganó el certamen organizado por la firma Odol
en 1963.
La
poesía de Cátulo se distingue por el empleo de rimas internas, que aumentan la
musicalidad del verso, y ciertos amagos surrealistas, que se quedan en amago.
En
1954, siendo diputado nacional, el autor de esta semblanza debió informar el
proyecto de reforma a la ley de propiedad intelectual, patrocinada por la
SADAIC. Con ese motivo conoció a Cátulo y descubrió en él una persona de
inusitada ternura. De aquella amistad surgió la conferencia ilustrada sobre el
lunfardo que se ofreció en el teatro Cervantes en noviembre de 1954, en cuya
organización Cátulo puso más trabajo y más entusiasmo que si el orador hubiera
sido él mismo.