Paquita Bernardo
Paquita
Bernardo, "la primera enamorada del bandoneón porteño", según la
llamó Ricardo M. Llanes, nació en Buenos Aires (Villa Crespo) el 1° de mayo de
1900 y murió en el mismo barrio el 14 de abril de 1925. Fue hija de los
inmigrantes españoles José María Bernardo y María Giménez, quienes, la hicieron
bautizar como Francisca; solían decirle "La flor de Villa Crespo" y
tuvo un hermano mayor, Arturo, que la sobrevivió largamente y fue el albacea de
su memoria.
Para
entonces era común entre la incipiente clase media que la niña de la casa
tañera el piano para poder lucir sus habilidades en las reuniones familiares.
El padre de Paquita, hombre de buen pasar, envió a la niña al conservatorio de
Catalina Torres. Antes que el teclado del bandoneón, los dedos de Paquita
oprimieron el del piano, pero hete aquí que asistía al conservatorio José
Servidlo "Balija”, fueyero adolescente que tenía su misma edad y no había
soñado aún con componer, con su hermano Luis, esa endecha maravillosa que es El
bulín de la calle Ayacucho. El bandoneón de "Balija" deslumbró a la
niña, quien abandonó a Beethoven y se entregó ansiosa al método bandoneonística
de Augusto P. Berto.
No
a los 14 abriles, según la pragmática tanguera, sino a los 20, Paquita trepó al
palquito del "Bar Domínguez" (Corrientes 1537), liderando una
promisoria troupe de chiquilines: Osvaldo Pugliese (al piano), Elvino Vardaro y
Alcides Palavecino (a los violines), Vicente Loduca (a la flauta) y Arturo
Bernardo (a la batería), y al frente, ella, con su gran melena, su blusa
blanca, su pollera negra y un almohadón recamado para que descansara la
brevedad de sus pies. El mayor de todos debía de ser Palavecino, pero el mismo
Pedro Maffia, que la apadrinaba espiritualmente, estaba en la edad de la conscripción.
Menudeaban
por entonces las orquestas de señoritas (en las que formaban, con dulce cinismo
algunas figurantas). En ellas, sin embargo, no había bandoneones ni señoras
dispuestas a tañerlos... Caray, el tango aún era machista (aunque no misógino, como
algunos mal suponen). Llanes, que en 1921 tenía 24 años y pateaba intensamente
la ciudad, de cuya vida cotidiana sería el máximo historiador, recordaba que en
el "Domínguez" estrenó Paquita su tango Floreal y que la policía
debía desviar hacia Paraná el tránsito de Corrientes, porque los tangueros se
agolpaban sobre la calzada.
En
el transcurso de su carrera Paquita compuso piezas que no se han perdido.
Gardel le grabó La enmascarada (letra de García Jiménez, 1924 y Soñando (letra
de Eugenio Cárdenas, 1925). Roberto Firpo registró Cachito, y en Montevideo,
donde actuó durante un mes, la entrañable fueyera estrenó su vals Cerro divino.
No siempre integraron el conjunto de Paquita los chiquilines de 1921 y no faltó
ocasión en que un chansonníer, entonces muy bien considerado, Florindo Ferrario
-que más tarde sería brillante actor del teatro y del cine-, le prestó su voz.
Por lo demás, la muerte de Paquita -puntualizaba Arturo- no se debió a la
enfermedad entonces de moda, la tisis, sino a un resfrío al que no se dio
importancia. "Aunque de frágil aspecto físico, poseía una salud muy buena.
Sería
injusto suponer que Paquita ocupa en la historia del tango el lugar de una niña
transgresora. Ciertamente es un personaje que tiene su arista mítica, por muy
de carne, huesos y bella estampa que haya sido. De todos modos, sus
composiciones, no desdeñadas por los intérpretes más prestigiosos, revelan un
notable talento que, lamentablemente, se agostó en agraz. Su laborioso
peregrinaje por palquitos y escenarios, en bares, glorietas y teatros, dice
también que el público tanguero, nada sordo, la seguía con interés. A sus
virtudes profesionales sumaba, ciertamente, su delicado encanto femenino, que
no era poco, pero no era todo. Su imagen, en un estupendo grabado del gran
López Anaya, preside la recepción de la Academia Porteña del Lunfardo.