Julio
De Caro
Nació
en Buenos Aires el 11
de diciembre de
1899 y murió en Mar del Plata
el 1 de marzo de 1980.
Con
el sexteto de Julio De Caro, el tango ingresó decididamente en jurisdicción de
la música. La primera grabación data de 1924 -el tango Todo corazón, sin
canto-. De Caro, miembro de una familia musical, estudió con su padre, don
José, y algo también con su hermano Francisco, que era un año mayor. Impulsó,
sin duda, una revolución estética del tango. Nacido como coreografía y desarrollado
como baile en las piernas prodigiosas de Bernabé Simarra, Benito Bianquet (El
Cachafaz;), Enrique Saborido, Juan Carlos Herrera, Vicente Madero, el tango ya
era canto en la voz de Gardel, cuando Julio De Caro, profundizando los logros
de Fresedo y de Cobián, lo insertó en la música. Nada de eso habría sido
posible sin la gran transformación espiritual, iniciada tal vez en París y
expresada literariamente por Pascual Contursi. En cuanto a la estética, es
decir, la búsqueda de la belleza como fundamento del arte, llegó al tango con
las melodías de Firpo y las metáforas silvestres de Contursi.
En
Julio De Caro, como en tantos otros tanguistas, vivieron en simbiosis el
creador, el ejecutante y el director. Las obras suscriptas por Julio De Caro
son muchas; algunas, tangueras a más no poder, como Mala junta (1927), y otras,
realmente exquisitas, como Copacabana (1927). Fue, sin duda, un creador entre
dos grandes Creadores, Francisco De Caro y Pedro Laurenz. Como violinista,
aunque hubiera suscitado la admiración de Fritz Kreisler, no alcanzó la
envergadura que logró Francisco en el piano. Como director supo armar conjuntos
de impecable disciplina, dando a cada ejecutante su lugar y al conjunto propio,
en pie de igualdad con el de cada uno. Tuvo el acierto de no haber sacrificado
nunca la bailabilidad y realizó el casi milagro de que bailarines y meros
oyentes le profesaran un cariño y una adhesión puramente artística, sin
contagios ideológicos ni carismáticos. Porque carisma, lo que se dice carisma,
no tenía De Caro. Tenía talento, buen gusto y un ansia conmovedora de
superación. Quizá sean ésas, realmente, las columnas sobre las que se asentó el
decarismo. Cuando fue más allá de eso, con los intentos sinfonistas de 1935 y
1936, en los que complicó a Alejandro Gutiérrez del Barrio, a Julio Perceval, a
Julio Rosenberg, se quedó en el camino e inclusive dio un paso al costado.
Piazzolla no pudo evitar, hasta que su personalidad avasalladora se impuso, que
se lo considerara un músico sólo para los entendidos, para los iniciados. De
Caro pudo haber sobresalido o no, pero nunca se marginó ni fue marginado. Para
el pueblo profano (¿el vulgo?), la de Caro era una orquesta más junto a Canaro,
Lomuto, Fresedo y Donato. Nadie dijo de su música "esto no es tango".
De
Caro buscó audiencias refinadas y cultivó amistades tan ilustres como la de
Eduardo de Windsor. Desde ese punto de vista, hizo con el violín o la batuta la
que el barón De Marchi había hecho con su empuje y su simpatía; que la alta
burguesía escuchara el tango y lo aceptara. Además, hizo escuela, dejó
discípulos y si en los bailes de carnaval lo aplaudían como a cualquier otro y
lo seguían como a Canaro o a Lomuto, alcanzó, en cambio, un galardón sin
paralelo: que en 1961 Piazzolla le dedicara el tango Decarísimo.