Julio
Sosa
Julio
María Sosa Venturini nació en Las
Piedras (Departamento de Canelones, Uruguay) el 2 de febrero de
1926 y murió en Buenos Aires, en un accidente automovilístico, el 26 de
noviembre de 1964.
En
1963, un año antes de morir, declaraba Julio Sosa: La esencia porteño, es la
misma ahora que la de 1935-1947, época dorada del tango. Esa época me provee de
temas insuperables para integrar mi repertorio. No han perdido actualidad. No
carecía de razón, pero pudo haberse remontado un poco más en el tiempo, porque,
entre los últimos tangos que grabó, los hay anteriores.
No
desdeñó, sin embargo, los más modernos -El último café. Qué folia que me
haces-, dichos con la misma convicción que lucía en Contramarco.
De
chiquilín no miraba de afuera el cafetín montevideano "Luces de Canelón
Chico". Allí debutó, como aficionado y espontáneo, hacia 1942. Lo oyeron
Hugo Di Cario y Luis Caruso, lo probaron, lo aceptaron, lo incorporaron en sus
conjuntos. En junio de 1948 pisó por vez primera un estudio de grabación
(Sondor, de Montevideo) y grabó cinco composiciones con Luis Caruso, entre
ellas Sur, que Edmundo Rivero acababa de estrenar en el Tibidabo". En 1949
se vino a Buenos Aires, y no es que hubiera desembarcado con el pie derecho,
sino que tenía la garganta fresca, el oído fiel y un acento varonil no muy
frecuente. Por eso, en agosto del año siguiente, comenzó a grabar con una de
las orquestas más conspicuas de aquellos años, la de Francini-Pontier. Debutó
cantando un vals sentimental, en dúo con Alberto Podestá, pero poco a poco se
largó solo con El ciruja, Dicen que dicen, Por seguidora y por fiel Viejo
smocking y Olvidao y ascendió vertiginosamente a la cumbre del ranking. Ya
estaba en el estrellato y en camino hacia el idolato (si se permite aquí la inauguración
de este neologismo), donde sólo tenían cabida Gardel, Corsini y Magaldi.
Pasó
después a la orquesta de Francisco Rotundo y es de esa etapa que le viene la
designación comercial El varón del tango (nadie debería interpretarla en
desmedro de la virilidad de los otros intérpretes). Retornó entonces algunos
éxitos de Agustín Magaldi, que le caían muy bien (Levanta la frente, Dios te
salve, m'hijo), a los que agregó, ya con la orquesta de Armando Pontier,
Llorando la. carta. Con esa orquesta dejó una versión memorable de Margo y
otras de El rosal de los cerros y Brindis de sangre, muy logradas pero
incapaces de hacer olvidar las creaciones fabulosas de Azucena Maizani.
La
postrera etapa de su carrera comprende los dos años que cantó acompañado por la
orquesta de Leopoldo Federico, asociación artística entre un cantor
rigurosamente popular y un músico orientado hacia el virtuosismo. Sosa fue
adoptando cierto aire sobrador, que encantaba a su público juvenil.
Por
entonces no pocos jóvenes y adolescentes repartían sus preferencias sabadeñas
entre él y Palito Ortega. Sin duda, Federico se adecuó más a Sosa que éste a
aquél, pero uno y otro dieron en el gusto del público y con ellos el tango
recobró las últimas adhesiones multitudinarias con las que se había beneficiado
durante los años cuarenta.
La
muerte interrumpió aquella experiencia tan positiva para el tango. Ella instaló
definitivamente a Sosa en el idolato. Se habló, entonces, de una conjura (¿de
quién, por Dios?), pero el juez de la causa, el doctor Jorge V. Quiroga
(víctima, él sí, diez años más tarde, de las balas asesinas disparadas por el
terror), desestimó tal versión: nadie lo había chocado cuando conducía a cien
kilómetros por hora: se encontró con un semáforo y se estrelló contra la verja
de una finca. Tenía 38 años. Lo último que había cantado profesionalmente
(LR4 Radio Splendid, con Leopoldo Federico) había sido La gayola:
" Pa' que no me
falten flores cuando esté dentro 'el cajón".
No le faltaron.
Hoy,
a treinta años largos de su muerte, Julio Sosa tiene millones de admiradores,
que recuerdan inclusive su más bien olvidable libro de poemas, Dos horas antes
del alba. Nada le fue regalado; todo lo conquistó con el supremo talento que
consiste en hacer lo que se sabe hacer al modo que se sabe. Los tangueros
uruguayos hallaron, por fin, un ídolo. Bien ganado se lo tienen.
Fuente:
Mujeres y Hombres que hicieron el Tango. Por José Gobello