Ángel
Vargas
Ángel
Vargas, por verdadero nombre José Lomio, nació en Buenos Aires (Parque de los Patricios) el 22 de octubre de
1904 y murió en la misma ciudad el 7 de julio de 1959. Se lo llamó El Ruiseñor
de las Calles Porteños. Es posible que quienes lo llamaron así nunca hubiesen
oído cantar a un ruiseñor, pero igualmente acertaron, porque Vargas tenía una
voz dulce, como la de ese pájaro tan querido en la tierra de sus mayores.
Rosita
Quiroga conservaba una fotografía de Vargas, que el cantor le había dedicado.
Me la mostró cuando le dijo que su estilo, su manera de cantar el tango, tal
vez no había dejado una escuela, pero sí un alumno valioso: Angelito Vargas.
¿Cómo calificar ese estilo? Tal vez un buen adjetivo sea querendón, con el
sentido que damos aquí a esa palabra, que es cariñoso o, mejor, encariñado.
También podría hablarse de un estilo caricioso, que significa lo mismo, pero
sugiere una suerte de caricia para los oídos. Vargas era seis años menor que
Rosita y prácticamente su vecino, pues ella habitaba en La Boca, precisamente
en el barrio donde debutó Angelito (café de Almirante Brown y Pedro de
Mendoza), bisoño cantor de barrio, lector del colombiano José María Vargas
Vila, popularísimo entonces y hoy olvidadísimo, que en 1924 estuvo en la Argentina,
donde sólo Alfredo Palacios lo tomó en serio y de donde se marchó indignado
llamando a Buenos Aires "bluffópolis, esnobópolis".
Rosita
tenía una voz pequeña que manejaba cantando como en familia. La voz de Vargas
no era muy vasta, aunque diáfana y bella. El arte de la una y el otro residían
en el fraseo, es decir, un sutilísimo instinto que lleva a privilegiar la frase
-literaria o musical- con relación a la palabra o al compás. ¡Debieron haber cantado
en dúo, acompañados por el bandoneón, también querendón, también caricioso, de
Ciriaco Ortiz!
Los
críticos de tango manifiestan muy alto concepto de Ángel Vargas. Jorge Góttling
dejó escrito que la voz de Angelito será siempre una hilacha íntima, un silbido
apenas confesado, y que quien lo bautizó como ruiseñor sabía mucho de pájaros y
de tangos. Roberto Selles apela a la palabra duende, en el sentido garcilorquiano.
"Ángel
Vargas -ha definido con su agradabilidad, con su manera propia de decir, con su
duende- fue, es y seguirá siendo una de las más auténticas voces del tango”.
La
carrera profesional de Vargas -que en su primera juventud había sido tornero en
el frigorífico La Negra-, contada a partir de su debut con la orquesta de
Landó-Matino (café Marzotto, 1930) se prolongó durante tres décadas. Fue una
carrera más extensa que la de Gardel (1914-1935) y en su transcurso se
desempeñó como chansonnier de no pocos conjuntos y pisó muchos palquitos. El
veterano Augusto P. Berto y los modernos Luis Stazo y José Libertella
apreciaron por igual su arte personalísimo, que sólo a un oidor superficial
podía recordarle a don Ignacio Corsini. Pero el nombre de Ángel Vargas está
indisolublemente ligado al de Ángel D' Agostino -cuatro años mayor en edad- con
quien comenzó a cantar en 1932, se reencontró en 1934 y se acollaró en 1938,
convocados los dos por la Casa Víctor para una movida discográfica, que no se
detuvo hasta 1946. Comenzó con No aflojes, un tanguísimo de Maffia y Piana, que
la orquesta del primero había grabado en 1934 con la voz de Mariano Balcarce, y
finalizó con Camino de Tucumán, de Cátulo Castillo y José Razzano.
Desvinculado
de D' Agostino, Vargas continuó cantando y grabando con orquesta propia,
sucesivamente comandadas por Eduardo del Piano, Armando Lacava, Alejandro
Scarpino, Toto D' Amario, Luis Stazo, José Libertella. Aquellos años de los dos
ángeles del tango fueron, empero, su época de oro. En ella el Ángel menor
desplegó todos los yeites de su arte sutilísimo, en ella conquistó el corazón
de millones de porteños. Murió joven, como si hubiera tenido prisa para ir a
ocupar la plaza de tenor que el buen Dios le tenía reservada, desde toda la
eternidad, en el coro de los otros ángeles, igualmente amados, que le cantan
sin cesar.